Antes de iniciar el montaje del pabellón se realizó parte de la construcción en Japón con 80 carpinteros y artesanos que realizaron la reconstrucción del Castillo de Azuchi en diez meses, en una labor completamente manual seguida por los escritos de los jesuitas españoles de la época, que, a falta de planos originales guiaron la puesta en pie del magnífico castillo destruido por el fuego sólo tres años después de su construcción en 1579.
Un equipo de japoneses se trasladaron a Sevilla para proceder a su ensamblaje, no llevaban el característico mono azul de trabajo, aunque azules fueron las prendas que vestían, ataviados a la usanza nipona y calzados con las <<jikatabi>>, unas botas especiales en las que el dedo pulgar se encuentra separado del resto para facilitar su trabajo en las alturas.
No conocían nada de Sevilla, apenas un tablao flamenco o una corrida de toros, pero les encantaba nuestro país, a pesar de que su férreo horario no les permitía más que tratar con maderas lacadas y revestimientos de oro, eso sí, con la precisión y la paciencia nipona apta para establecer un récord en su trabajo.
La jornada de este grupo comenzaba a las ocho y media de la mañana , cuando llegaban a la Isla de la Cartuja desde su guarida en Ciudad Expo, a la que regresaban después de un turno de diez horas de meticuloso trabajo para descansar y enfrentarse a otra jornada plagada de madera.
Su labor despertaba remesas de admiración entre todos los trabajadores de la Isla de la Cartuja ante la posibilidad que tenían muchos de ellos de hallarse presenciando una tarea de mucho tiempo atrás.
Quizá este fue el puente que enlazaba la tradición y el futuro de la sociedad japonesa, tan presente en la totalidad de economías mundiales, que siempre rescataba su pasado sin olvidar la punta de lanza que supone su innovación tecnológica.