Japón, la mayor potencia mundial en la Expo 92, celebró aquella jornada su Día Nacional presidido por el Príncipe Naruhito, heredero al trono, acompañado por el viceministro de Comercio Internacional e Industria de Japón, Yuuji Tanahashi y el comisario general de la sección nacional de Japón y presidente de la multinacional Sony, Akio Morita.
Los japoneses, que siempre se tomaron muy en serio las exposiciones universales, habían invertido en la de Sevilla, nada más y nada menos que siete mil millones de las antiguas pesetas y otros mil para los contenidos expositivos.
Japón no contaba sólo con una inversión muy por encima de la media de los participantes sino también con una gran experiencia en exposiciones internacionales. De hecho fue ella la que celebró la anterior Exposición Universal monográfica antes de la de Sevilla en Osaka 1970 y la Exposición Internacional del 2005 en Aichi.
Sesenta y siete españoles y treinta y cinco japonesas fueron los encargados de atender al público amable y amistosamente. Si por algo desatacaban las azafatas del pabellón es por su <<original gorrito>>, algo similar a una copa invertida. El sombrero representativo del estilo Chon Mage simbolizaba el peinado de los antiguos samuráis.
El uniforme, versión moderna del tradicional kimono, se componía de un traje completo con minifalda púrpura y una chaqueta de manga corta de color verde claro, a los que acompañaban un bolso, un abanico y el famoso sombrero, todos ellos diseñado por un diseñador de lujo, Jun Ashida, creador de los diseños de la familia imperial japonesa, uniformes de los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964 y de los de la Expo de Osaka de 1970.
El pabellón de Japón fue sin duda, el pabellón más conocido por los ciudadanos sevillanos y uno de los primeros de la lista en ser visitado por el público foráneo.
Trescientas tres figuras japonesas de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, en representación del pueblo japonés de hoy día, ayudaban a hacer menos larga la espera hasta acceder al pabellón. En cada una de estas fotografías a tamaño natural se daban reseñas de diferentes escenas de la vida cotidiana japonesa.
El simbolismo de Japón comenzaba en la entrada al cruzar el <<taiko bashi>>, el puente arqueado, que introducía al visitante a la planta superior del pabellón.
Una imagen sedente de Nyorin Kannon Bosatsu, réplica de la existente en el templo Chuguji, uno de los más antiguos de Japón, y un <<Misoshi>>, un santuario portátil usado en los festivales sintoístas, fueron la carta de presentación del pabellón japonés.
Y de la tradición religiosa al arte del <<Kinari>>, lo natural, lo simple, lo no coloreado artificialmente. Simplicidad y pureza representadas a través de una exhibición de origami o papiroflexia, realizada por el maestro Akira Yoshizawa. El origami es un entretenimiento tradicional en Japón, consistente en la creación con papel, sin usar tijeras ni pegamento, de figuras tridimensionales.
La segunda planta del pabellón estaba dedicada a la formación del alfabeto Hiragana, uno de los tres códigos de escritura empleados en Japón. Este proceso de absorción de elementos culturales extranjeros adaptados a la cultura japonesa se mostraba en la sala mediante gráficos generados por computadora.
Al llegar a la sala tercera, los visitantes se encontraban con el Japón del siglo XVI. Las expediciones japonesas a Europa estaban representadas por la réplica del navío <<San Juan Bautista>>, que zarpó de aguas niponas el 28 de Octubre de 1613, y por una copia del certificado de ciudadanía romana entregado a Hasekua Tsunenaga en 1615 durante su visita a Roma.
La reproducción a tamaño natural de los dos pisos superiores del castillo de Azuchi, fue considerada por los visitantes como una de las joyas del pabellón. Ochenta carpinteros y artesanos japoneses trabajaron durante diez meses en la construcción a escala natural del castillo. Más tarde veinticinco de ellos se trasladaron hasta Sevilla para realizar el montaje definitivo de la obra llevado a cabo mediante el ensamblaje de las distintas láminas de madera sin usar ni un solo clavo.
El interior de la reproducción, de color rojo, estaba decorado con pinturas de la época samurái y dos biombos de seis cuerpos valorados en 200 millones de pesetas. El castillo de Azuchi, con una altura de 46 metros y siete habitaciones, fue construido en 1579 por Nobunaga Oda, guerrero que unificó Japón tras la época de guerras civiles.
En la cuarta sala del pabellón se mostraba el diseño clásico nipón utilizado en los artículos de la vida cotidiana; telas, platos o abanicos.
Imágenes holográficas, láseres, computadoras y tecnologías de fibras ópticas, mostraban el arte más actual fruto de la ciencia moderna, estaban recogidas en la última sala expositiva del pabellón. Fue la única referencia al Japón tecnológico pero sin dejar de lado la línea que había seguido a lo largo de sus casi cuatro mil metros expositivos: la simbiosis entre la naturaleza y la tradición japonesas.
Junto a la tienda del pabellón se encontraba el restaurante, con una capacidad para ochenta personas y con una decoración al más puro estilo japonés. Al igual que hace tres siglos los japoneses seguían preparando sus comidas añadiendo un toque de originalidad. El pescado crudo o más conocido como el sushi fue de lo más demandado en el restaurante.
Una de las mayores atracciones del pabellón fue su teatro giratorio, situado en el exterior del edificio. Sus cinco salas, con ochenta y seis butacas cada una, formaban un círculo perfecto. Durante veintisiete minutos, el visitante realizaba un giro completo sin moverse de su silla y con auriculares incorporados iban viendo una combinación de dibujos animados, filmación real y diseño gráfico por ordenador, sus protagonistas de esta original historia fueron muy conocidos por todos los españoles: Don Quijote y Sancho Panza. Los personajes cervantinos viajaban a través del tiempo de la mano de un ninja llamado Sasuke.